Todos tenemos un límite en la vida. Y por «límite» no me refiero a un punto máximo al que podamos llegar. Y por «límite» no me refiero a un castigo o represión de la libertad. «Límite» es lo que naturalmente frena tus aspiraciones, bloquea tu creatividad, impide tu crecimiento, vanaliza tus alegrías. Es natural llegar a un límite de cansancio, de hartazgo, de rutina, de aislamiento.
Lentamente te olvidas que existen otras realidades y otras personas. Todavía más, olvidas que no venimos a la vida a sufrir, sino que más bien estamos aquí para encontrar la felicidad. Y con felicidad no me refiero a un fin de semana en Los Cabos, ni unas merecidas vacaciones alrededor del mundo. La felicidad la encontramos al superar nuestros sufrimientos, despojarnos de deseos, disfrutar cada momento. Pero esta filosofía no es compatible con la rutina o el desgaste.
Y es que a veces nos agotamos de no conseguir lo que queremos, nos preocupamos por cosas que ya están perdidas y nos ahogamos en el vaso de agua de nuestro propio tiempo. No vemos que ese tiempo no es nuestro, sino que es de los demás. No vemos que la realidad está muy alejada de nuestra estrecha visión de las cosas. No vemos que hay gente alrededor de nosotros que está sufriendo y podemos hacer algo por ellos. No vemos que hay alguien que siempre se acuerda de nosotros y nos está esperando. No vemos que lo que no hagamos en este momento, no lo haremos nunca en nuestra vida.
Es el momento de mirar, de ver, de comprender. Es momento de cambiar nuestras percepciones. Es momento de compartir. Es momento de transformar nuestra vida. Y eso no va a depender de ninguno de nosotros, sino del amor que pongamos en cada segundo y también de la intensidad de ese amor.