Este lunes me estaba acordando de un día que llegué al cuarto de un amigo que tenía un sillón. No cualquiera, era una especie de camastro de playa pero mucho más moderno. No servía para sentarse sino para acostarse. El diseño era muy padre. «Es muy bueno para acostarse a pensar», fue lo que me dijo. Claro, ya vivimos tan ocupados, que a veces se nos olvida dejar de hacer todo para pensar e interiorizar en nosotros mismos.
Pero dentro de este modo reflexivo, hay una pregunta que se vuelve recurrente en nosotros: ¿Cuál es el sentido de mi vida? Todos hemos llegado a este punto. Aquellos que caen en depresión se cuestionan esto todavía más seguido. Lo cierto es que es una pregunta que no tiene una respuesta en palabras. Tiene una respuesta en acciones. Viktor Frankl interrogaba a los sobrevivientes de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Les preguntaba cuál era el sentido de su vida, para luego llevarlo a algo más extremo, como cuál era la razón para no suicidarse. Gracias a estos cuestionamientos, las personas llegaban a una razón última para vivir: Una persona, una familia, un trabajo, una misión, lo que fuera.
Lo cierto es que el sentido de la vida solamente se descubre con nuestras acciones. Solo podemos encontrar nuestro propósito mientras actuamos. Cuando hacemos algo que nos ilumina, que nos enciende… ahí es donde contestamos la pregunta. El sentido de nuestra vida no va a llegar a nuestro sillón de diseñador por arte de magia. Nuestro llamado y nuestra vocación nunca nos va a escribir una carta. Nuestro llamado aparece al momento en que una actividad nos llena y nos hace felices y nos grita que eso es lo que tenemos que hacer el resto de nuestra vida. Ahí es donde contestamos la pregunta. Ahí es cuando todo vale la pena.
¿Tú cómo contestas esta pregunta? Escríbelo en los comentarios.