Durante toda nuestra vida, tenemos influencias de muchas personas que forman parte de ella. La más clara es la educación que recibimos en nuestras casas, que nos hace lo que somos. A veces es buena, a veces tiene errores, pero no llegaríamos a ser lo que somos sin ella.
Más adelante, nuestros amigos se convierten en la influencia más importante. Nos gusta la misma música que a nuestros amigos, las mismas niñas, las mismas películas, los mismos lugares. Si un amigo se adelanta en conocer a un grupo musical, todos nos ponemos al corriente rápidamente para igualarlo.
Después viene una batalla por la autenticidad, descubrir quiénes somos. Ciertamente no somos nuestros familiares, ni nuestros amigos. Es cuando comienza la lucha por ser independientes. Eso hasta que llega el amor, cuando nuestra pareja se vuelve la más grande influencia de nuestra vida. Tanto es así, que parejas grandes hablan igual, se mueven igual, opinan igual.
Siempre vamos a tener influencias, pero una cosa es absorber todo lo que estas personas nos aportan y otra es procesarlo para volverlo parte de nosotros. Si seguimos el primer camino, de absorber todo por ósmosis —copiarle a los demás sus gustos, su forma de hablar, sus chistes, su pensamiento, sus creencias— vamos a terminar siendo alguien que no somos y nunca podremos ser felices.
Por el contrario, si lo que hacemos es tomar lo mejor de todas estas personas, digerirlo e incorporarlo a nuestra alma, seremos cada vez más grandes y al mismo tiempo, cada vez más únicos. Y ser la mejor versión de nosotros mismos es lo mejor que podemos hacer, porque como dice Oscar Wilde, los demás puestos están ocupados.
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