Estoy seguro que la mayoría de nosotros estamos hartos de la cuarentena. Si no todo el tiempo, por lo menos a ratos. Yo siento por momentos que la voy dominando como todo un guerrero medieval y segundos después, todo cambia y me estoy volviendo loco.
Con este estilo de vida, no puedo evitar pensar en los monjes cartujos que viven encerrados toda su vida (o el 98%) en una celda rezando, leyendo, escribiendo. Ellos por decisión propia, nosotros en estos momentos porque las circunstancias nos obligan. Pero me pregunto ¿qué valor le han visto todas esas personas a ese estilo de vida?
Estoy seguro de que la soledad y el confinamiento tienen mucho que aportar a nuestro interior. Vivimos en una época en que entre más cosas hagamos en un solo día, parece que somos más productivos, más exitosos. Pero, ¿cuántas veces ese estilo de vida nos aleja de nosotros mismos? Dejamos de conocernos, dejamos de convivir con nosotros a solas y a veces, no nos soportamos y eso es peligroso.
Nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos, emociones y acciones tienen que estar en armonía. Y no me refiero a la «armonía» de prender incienso y convertirnos en un pretzel humano para liberarnos. Sino realmente sumergirnos en nuestro interior para entender nuestra historia, nuestros motivadores y nuestros miedos. Hacernos preguntas, llegar al quinto porqué de nuestras acciones, procesar nuestras decisiones ya tomadas, calificar nuestro avance en nuestro plan de vida.
Esta es una costumbre que no realizamos lo suficiente. Se puede hacer a través de un diario, de oración, de meditación, de autoanálisis. Es una práctica, es un músculo que hay que ejercitar para que cada vez funcione mejor y que debe de comenzar por la humildad y la verdad. Es difícil, pero si podemos aprender de nosotros y de los demás, vale la pena.
Todo esto no quita nuestras ganas de volver a la normalidad. Tampoco quiere decir que el estar solos valga más que la convivencia y la interacción. Somos seres sociales, como humanidad construimos juntos el mundo en el que vivimos, aprendemos de los demás y les aportamos algo a ellos. Pero de algo estoy seguro… nada es para siempre. El éxito se acaba, la vida se acaba, la juventud se acaba, pero también lo malo se acaba, las costumbres se terminan, el dolor pasa. Y hay algo que sí es para siempre: Dios y el amor que nos tiene.
Puedes creer en Dios de la manera que quieras, pero aún así Dios nunca te va a dejar de amar. Eso es lo que nos debe dar la esperanza de seguir adelante. Hace siglos, Santa Teresa de Ávila escribió este poema que cargaba consigo en todo momento y que nos recordaba que nada era para siempre y que nada debería darnos miedo, porque Dios nos acompaña. Encontré la oración escrita con su puño y letra y me gustaría compartirla:

Creo que esta oración queda como anillo al dedo en medio de esta turbulencia que estamos viviendo, pero aplica también todos los días de nuestra vida y es bueno no olvidarla. Estoy convencido, aunque se me olvida seguido, que es la mejor óptica para la vida.