Hace poco leí un artículo en Internet sobre Toy Story 3. Analizaba por qué tantos hombres adultos habían llorado con el final de esta película. La repuesta era muy sencilla: todos hemos tenido juguetes y a todos nos sigue gustando tener juguetes. Los juguetes de los hombres adultos son mucho más complejos y mucho más caros que los de cualquier niño.
Somos caprichosos y nos gusta tener lo último, lo mejor. No niego que a veces disfracemos el antojo con una supuesta necesidad. Por eso surgen frases (o, tal vez, sofismas) tan lógicas y tan elaboradas como: «lo necesito para cumplir con mi trabajo», o «claro, lo voy a usar todo el tiempo», hasta llegar a un sentido «me lo merezco».
Casualmente, hoy compré mi iPad en la mañana. Ciertamente tenía pensado conseguirla, pero no tan pronto ni tan temprano. Por alguna razón, tuve que imprimir algunas cosas en una papelería y ahí estaba… Así que no perdí la oportunidad y la compré. Todo el día estuve como niño con juguete nuevo, creo que el iPad comprobó que a mí no me ayuda para elevar la productividad en el trabajo. Durante ocho horas viví en una dimensión virtual donde todo se maneja con los dedos.
Es impresionante la cantidad de imaginación, marketing y conocimientos invertidos en este dispositivo. Y es que no es producto de un accidente, tiene el peso ideal, el tamaño ideal, el espacio, las funciones y el diseño perfectos. Este es el dispositivo que tantas veces se ve en las proyecciones futurísticas de muchas películas de Hollywood, por ejemplo, El hombre bicentenario.
Lo que me impresionó fue que no solamente estaba yo pagando mi iPad, sino que ya había gente antes de mí y otros cuantos se quedaron después de mí. Todos ellos comprando su nuevo juguete… Y vaya que vale la pena.
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